
Por Agustín Martiré
En la presentación de Palimpsestos, la indispensable antología de escritos del compositor argentino Mauricio Kagel publicada en 2011 por la editorial Caja Negra, la compiladora Carla Imbrogno abre el libro con una cita del músico, que en un libro propio aparecido originalmente en alemán, se interrogaba: “¿Por qué escriben los compositores? ¿Acaso la música no les es suficiente?”. Buenas preguntas, a las que él mismo se respondía haciéndose eco a su vez de una frase del escritor francés Paul Valéry: “Todas las artes viven de palabras”.
Si bien escribir sobre música, quizás la más abstracta de las creaciones humanas, siempre plantea un riesgo, cuando es el artista quién se vale del lenguaje escrito para explicar su trabajo resulta un ejercicio más que interesante. Y cuando decide hacerlo en las notas que acompañan una grabación o el programa de un concierto, como una necesidad de comentar lo que nos entrega en tanto oyentes, tomamos real dimensión de por qué, volviendo a Kagel, podemos entender que “para un compositor, los textos son pretextos para crear un contexto”.
La práctica de incluir notas referidas a la música grabada que vamos a escuchar es una tradición prácticamente ineludible en los álbumes históricos del jazz, casi tan necesaria como los créditos que dan cuenta -con mayor o menor detalle- de los participantes de las sesiones en las que se registró. Pero no era en estos casos lo más usual que el propio creador musical fuera además el autor de las mentadas liner notes, que muchas veces estaban a cargo de críticos, periodistas, productores o ingenieros de sonido. Hay varias excepciones, claro. Entre los discos que reúnen esa condición dual en la que los intérpretes además recurren a la palabra escrita para echar luz sobre la materia sonora, se destacan un par de placas de principios de la década del 60’, época de verdaderos cambios revolucionarios en la música afroamericana, que acompasaban la lucha del movimiento por los derechos civiles en los Estados Unidos.
La breve enumeración de clásicos del llamado jazz moderno que sigue representa, por supuesto, un recorte arbitrario, simplemente por el sencillo hecho de que todo Menú implica una selección personal.
El irrepetible Kind Of Blue de Miles Davis (grabado y editado en 1959), en rigor incluía notas redactadas por el genial pianista de las sesiones, Bill Evans; pero teniendo en cuenta que se lo considera el coautor intelectual del concepto modal del álbum y que para muchos –incluyendo al baterista del sexteto, Jimmy Cobb- es tan responsable como el trompetista de la atmósfera del disco, su pluma vale como muestra de la idea kageliana de la imposibilidad de prescindir de la palabra escrita. El paralelo que Evans traza al inicio de su texto entre una forma de pintura japonesa de un trazo único y el arte de la improvisación, constituye quizás uno de los ejemplos más famosos de un músico de jazz explicando su metier.
Grabado también en los primeros meses de 1959 pero editado un año después, el expansivo LP Blues & Roots de Charlie Mingus presentaba en su contratapa palabras del contrabajista recogidas por Diane Dorr-Doryneck. En esas líneas Mingus relataba el génesis de este disco a partir de una sugerencia del productor y alma mater del sello Atlantic, Nesuhi Ertegun, y explicaba su método de trabajo con el nutrido grupo de músicos junto a los que cristalizaba su particular visión del blues: “quería que ellos aprendieran la música y que estuviera en sus oídos más que en papel, para que tocaran las partes compuestas con tanta espontaneidad y soul con la que tocarían un solo”.
Finalmente, otro álbum que también incluía en su título al blues -la música negra que está como ninguna otra en el ADN jazzero-, The Blues And The Abstract Truth de Oliver Nelson, el que nos presenta un nuevo ejemplo por demás elocuente de palabras instrumentales. Registrado hace ya más de 51 años, más precisamente el 23 de febrero de 1961, a lo largo de una sola sesión en los estudios del reconocido ingeniero Rudy Van Gelder en Englewood Cliffs (Nueva Jersey), el álbum fue editado en agosto con las completas notas del propio compositor, arreglador y saxofonista en el interior de esa lujosa presentación de distintivos colores negro y naranja que sería marca registrada del revolucionario sello Impulse!. Se trató del quinto álbum editado bajo la entonces novedosa etiqueta y le proporcionó a su mentor, el productor Creed Taylor, su segundo gran éxito masivo luego de Mint Julep de Ray Charles, con la genial Stolen Moments, primera de las seis composiciones originales de Nelson que integran el disco. La sola inclusión de, en palabras del propio Nelson, esta “composición de 16 compases derivada de un blues en Do menor” que se convertiría en un clásico definiendo el sonido de toda una era, ya hace de éste un disco imprescindible. Un tema de estructura delicada (“la tonada consiste en tres ideas melódicas que extienden la forma básica del blues“, Nelson dixit) en el que la armonía a tres voces de los saxos arropa la línea de la trompeta y exhibe una serie de solos de antología en la que cada uno de los horns y un pianista que ha hecho escuela como Evans despliegan sus personalidades. A la indudable belleza atemporal de la introspectiva Stolen Moments se suman el swing descorazonado del tema más puramente blusero, Yearnin’, las extrañas pero atractivas ideas melódicas que moldean Cascades, la extrema originalidad de las voces que dialogan en estéreo por los registros alto y bajo en la particular forma de llamada-respuesta de Hoe-Down, el tono más oscuro de Teenie’s Blues (en el que Dolphy despliega su distintiva voz con fraseos fracturados pero siempre coherentes), y el aire hard bopper de Butch & Butch.
Pero Oliver -una auténtica rara avis en el mundo del jazz, más reconocido en retrospectiva como arreglador y director de big bands que como instrumentista o líder de combos pequeños-, no sólo se luce aquí con la originalidad de sus temas y las precisas explicaciones escritas de la perfecta arquitectura subyacente a cada una, sino por su habilidad para reunir en esta grabación a un sexteto de nivel excepcional. Bill Evans al piano y el excepcional contrabajista Paul Chambers eran piezas claves -como lo fueron en el disco más vendedor de Miles citado antes-, en una sección rítmica que se completaba con el siempre ubicuo Roy Haynes en batería; junto a Nelson, que alternaba entre saxos alto y tenor, llevaban las voces cantantes en los vientos el inimitable multiinstrumentista Eric Dolphy (saxo alto y flauta), y el joven virtuoso trompetista Freddie Hubbard; el combo se ampliaba con la inclusión de George Barrow en el registro grave de su saxo barítono, cuyas intervenciones son destacadas cerrando el texto Nelson, que luego de “sacarse el sombrero” para agradecer el talento de cada uno de los músicos, elogia la “precisión y devoción” con que Barrow ejecutó sus partes más allá de tener solo “un rol de apoyo”. Todo un gentleman y un ejemplar líder motivador.
Además de los conceptos centrales que Nelson expone en sus comentarios, también son muy interesantes las observaciones y anécdotas con respecto al álbum contadas por Creed Taylor que recoge el reconocido autor Ashley Kahn en el libro que relata la historia de Impulse! Records, El Sello Que Coltrane Impulsó, editado en español por Global Rhythm. Allí nos enteramos, por ejemplo, de que en realidad fue el productor quién acuñó el críptico pero exitoso título que refleja el hilo conductor del disco, The Blues And the Abstract Truth; que él no solo admiraba a Nelson por su trabajo, elocuencia y formación académica, sino que además compartían la afición por los trenes en miniatura; y que más allá del shock inicial que significó escuchar la música angular de Oliver en el estudio y dudar de cómo sería recibida por la gente, en realidad entendió el proyecto cuando lo fue escuchando más tarde. También son esclarecedoras las declaraciones de Hubbard, que entre otras cosas recuerda que las armonizaciones le parecían “de otro mundo” y revela cómo Nelson tomaba frases y fragmentos -incluso inspirados por otros músicos- que parecían fuera de contexto y las resignificaba en su trabajo como compositor. Por ese entonces artista exclusivo de la casa Prestige que grabó este disco para Impulse! por cortesía de la misma, como se consigna mediante un curioso asterisco en la que finalmente fue la tapa (ya que el diseñador Pete Turner había propuesto otra sin la fotografía del rostro del líder), Nelson es elocuente sobre este tema en el texto del álbum: “las composiciones de esta grabación presentan una fase de mi desarrollo hasta el tiempo presente como escritor de jazz…y quizás puedan echar algo de luz sobre el tema de hacia dónde me gustaría ir como compositor y arreglador en el idioma del jazz”. Pero es sin dudas en el anteúltimo párrafo donde Nelson se mete en la médula de la cuestión, al explicar su búsqueda de una propia voz como instrumentista, que ya creía tener cuando llegó a Nueva York en 1959 desde su St. Louis natal. Pronto entró en crisis y comenzó a buscar ese discurso musical personal bajo la influencia de los dos colosos del saxo tenor, John Coltrane y Sonny Rollins. Viene luego la revelación final, cuando confiesa que no ha sido sino hasta el preciso momento de grabar este disco que “me di cuenta de que tendría que ser honesto conmigo mismo, tocar y escribir lo que yo pienso que es vital y, más que nada, encontrar mi propia personalidad e identidad”.
El éxito del álbum en las emisoras radiales del género e incluso en otras más pop hicieron que Oliver Nelson no siempre pudiera seguir ese camino: el álbum que lo inmortalizó fue el mismo que definió su carrera hacia un crossover -salto de un artista desde un lugar más periférico a ser reconocido por el gran público, incorporando elementos más comerciales a su estilo-, trabajando a partir de 1967 como arreglista en Hollywood, donde su talento tan especial pareció ir esfumándose. Momentos robados.